MI RENUNCIA a Umbral supone también mi renuncia a los escritores españoles. Si surge otro maestro del tamaño de Lope, de Quevedo o de Cervantes, entiendo que levantarán la suficiente polvareda como para rectificar sobre la marcha. No me perdono haber perdido parte de mi juventud leyendo sobre todo a Lorca, Baroja, Alberti, Unamuno, Cela, Delibes, Galdós, Umbral, Ortega o Juan Ramón Jiménez, autores que, cuando he ido adquiriendo alguna capacidad crítica, me he dado cuenta de que, aunque todos notables y algunos excelentes, no son del rango de los gigantes de verdad, tampoco de los mejores entre sus contemporáneos universales. Estos autores son geniales mientras no sales de tu iglú; en el momento en que sales y adquieres mirada panorámica, adviertes que de geniales nada. Tarde he comprendido que esta revelación es de lo más natural del mundo: ¿cómo iban a ser los escritores de un solo país, que representa el 0'6% del planeta, mejores que el 99'4% restante? ¿No habrá, entre ese 99'4%, más escritores para elegir y mayor número de maestros? Un escritor no puede malograrse leyendo a los autores de actualidad que le ponen “a la vista” ni a los autores de su propio país: hay que salir a enfrentarse a los osos más grandes. Y los osos más grandes de la literatura, ahora y siempre, son los escritores antiguos y lejanos.