HACE DIEZ años aún decía Madrid despierta, Madrid amarilla, Madrid sola, porque Madrid me parecía un lugar femenino y redondo; pero hoy digo Madrid blanco, Madrid morado, Madrid loco, porque Madrid me parece un lugar macho y cuadrado que ni cura ni cobija ni respeta. Mi cambio psicológico comenzó cuando me vine a vivir a Carabanchel, a principios de 2016: al ver cómo trata la policía a las personas que no son blancas, al ver las redadas racistas en el metro Oporto, al padecer con tristeza que poetas inmigrantes declinaran acudir a mis tertulias poéticas “porque vives en una zona muy peligrosa para los que no tenemos papeles”, empecé a arder por dentro. Y ya a finales de 2017, cuando estalló lo de Catalunya y los madrileños en su inmensa mayoría actuaron como vascos, me quedé sin argumentos en favor de los que viven en esta ciudad. Claro que hay excepciones, pero triste consuelo es que las mejores personas de un lugar sean sus excepciones. Madrileños como vascos, ya lo he dicho todo: el mismo engrudo ombliguista onfaloscópico nosotrero asqueroso.