PIENSO AL hilo de esto en el caso Unamuno. Cuando Juaristi publicó aquel libro sobre el escritor bilbaíno (que no me he leído, pero leí cosas sobre la polémica que se formó en torno a él), donde decía que los terroristas etarras habían leído mucho al primer Unamuno, me quedé muy sorprendido: ¿Unamuno, lectura de cabecera de los miembros de ETA? Había frecuentado bastante al autor de Abel Sánchez, quizá es el autor de la generación del 98 que más he leído, y me había quedado la impresión de autor españolísimo, del mismo nivel que Marañón, Madariaga o los dos Menéndez (Pelayo y Pidal). Sin  embargo, cuando me puse a leer Recuerdos de niñez y mocedad, en el capítulo V me encontré con esto:
Al poco de acabar yo mi primer año de bachillerato, el 21 de julio de 1876, siendo Cánovas del Castillo presidente del Consejo de Ministros, se dictó la ley abolitoria de los Fueros, cesaron las Juntas Generales del Señorío en Guernica, se empezó a echar quintas, se estancó el tabaco, etc. Y en medio de la agitación de espíritus que a esa medida se siguió fue formándose mi espíritu.
De aquí mi exaltación patriótica de entonces. Todavía conservo cuadernillos de aquel tiempo, en que en estilo lacrimoso, tratando de imitar a Ossian, lloraba la postración y decadencia de la raza, invocaba al árbol santo de Guernica —a su santidad general para los vascos se unía para mí entonces la especial de que a su pie, en Guernica, vivía la que luego fue y es mi mujer— evocaba las sombras augustas de Aitor, Lecobide y Jaun Zuría y maldecía de la serpiente negra, que arrastrando sus férreos anillos y vomitando humo, horadaba nuestras montañas trayéndonos la corrupción de allende el Ebro.
Y siempre que podíamos nos íbamos al monte, aunque sólo fuese a Archanda, a execrar de aquel presente miserable, a buscar algo de la libertad de los primitivos euscaldunes que morían en la cruz maldiciendo a sus verdugos y a echar la culpa a Bilbao, al pobre Bilbao, de mucho de aquello. Un cierto soplo de rousseaunianismo nos llevaba a perdernos en las frondosidades de la encañada de Iturrigorri, hoy echada a perder por el fatídico mineral.
Y recuerdo una puerilidad a que la exaltación fuerista nos llevó a un amigo y a mí, puerilidad que durante años hemos tenido callada. Y fue que un día escribimos una carta anónima al rey don Alfonso XII increpándole por haber firmado la ley del 21 de junio y amenazándole por ello. Pusimos en el sobre: «A S. M. el rey don Alfonso XII.—Madrid», y al buzón la carta. Y cuando poco tiempo después llegó a Bilbao la noticia del atentado de Otero u Olivia —no recuerdo de cuál y ahora no voy a ponerme a comprobarlo— nos miramos a la cara mi amigo y yo aterrados.
En aquel muelle del Arenal, frente a Ripa, ¡cuántas y cuántas veces no nos paseamos disertando de los males de la Euscalerría y lamentando la cobardía presente! ¡Cuántas veces no echamos planes para cuando Vizcaya fuese independiente!
¡O sea que Unamuno sintió la pulsión indepe en su adolescencia, años antes de que Sabino Arana la convirtiera en programa, partido y bandera! ¡Lo dice él mismo!

Vaya, vaya, vaya.