POCOS DETALLES mejores para hacer mi retrato que el hecho de que en los últimos tiempos pase dos veces al día por la plaza de Oriente y allí, entre el palacio y el Teatro Real, exista una estatua ecuestre de gran tamaño a la que solo puedo verle la grupa, de forma que desconozco a qué figura insigne está dedicada. ¿Me creeréis si os digo que, en los tres meses que llevo pasando por ahí, nunca me ha interesado ni poco ni mucho caminar los cien metros que me separan de la estatua para ver quién es el genocida o hijoputa a quien está dedicada? Porque genocida o hijoputa tendrá que ser si la estatua es ecuestre: de ahí no hay quien me saque, a esta ciudad ya me la conozco. En cambio desde que estoy en Madrid me gusta pararme a leer todas las plaquitas que te encuentras en muchos parques, incluso los más pequeños, donde se registra cada variedad de flor, árbol o arbusto con su respectivo nombre en latín. Cuántas veces he pensado en lo que mejoraría esta ciudad si se le hicieran estatuas a la acacia, la dalia, el ciprés, el cedro, la lila o el pino madrileños, seres que nos regalan vida y no nos la quitan.