NO ME he empezado a dar cuenta hasta este año de que el centro de gravedad de Europa es Centroeuropa, como su propio nombre indica, y no tanto los antiguos griegos, que en verdad eran pueblos costeros y euroasiáticos, ni los antiguos romanos, que en realidad formaron un imperio mediterráneo que agrupaba también el norte de África. Como en mis lecturas suelo dar especial valor a que un escritor no se convierta en lacayo de su terruño o de su nación, he comenzado a unir hilos: ¿Por qué Kafka no parece sentir Chequia? ¿Por qué Rilke no da muestras de estar afiliado a ningún sentimiento nacional? ¿Por qué Zweig en toda su obra no se muestra orgulloso de Austria? ¿Por qué Goethe, Schiller, Schopenhauer, Nietzsche, Heine o Hesse no están orgullosos de su alemanidad, sino a menudo al contrario? ¿Por qué Gombrowicz insiste a los críticos para que valoren su obra desde criterios no nacionales? ¿Por qué Freud o Einstein solo se adhieren al internacionalismo? ¿Por qué Chopin dice desde el principio que quiere que su música sea reconocida en Viena o en París y no en Polonia? ¿Por qué en Suiza hasta bien entrado el siglo XX la literatura o historia nacionales eran solo asignaturas optativas?

Durante casi dos siglos existieron europeos de verdad, al menos en la burguesía y en la aristocracia: no europeos que además se consideraban franceses o ingleses o españoles, sino europeos que se sentían solo Europa. Se movían entre Varsovia, Ginebra, Praga, Viena, Berlín o Budapest. A raíz de las guerras mundiales y la posterior absorción de gran parte de ese mundo por la URSS, el nacionalismo se activó y puso fin a ese universo único y maravilloso, en tanto era cultural-artístico y no territorial-militar, quizá la única Europa 100% que ha existido en la historia.