DETRÁS DEL amor de antemano que siento por las personas que experimentan continuas metamorfosis, o que no distinguen cuál es su verdad entre tanta maleza, o que no consiguen conocerse a sí mismas, o que a veces se odian a sí mismas o empatizan hasta las encías con el aforismo de La Rochefoucauld, según el cual a veces sentimos que estamos más lejos de nosotros mismos que de los demás, lo que hay es un rechazo visceral de uno de los rebaños que tuve la desgracia de padecer en mi vida: los vascos. Siempre que pienso en un colectivo como premeditado contra todas mis pulsiones asimétricas y alegristas, me salen los vascos; siempre que pienso en curas y rigoristas y pelmas profesionales, me salen los vascos; siempre que pienso en algo inerte, torpe, mojigato y sin talento, me salen los vascos.
¿Y por qué, cuando pienso en vascos, siempre visualizo personas mayores? Pues siempre me salen personas de más de sesenta años con cara de NO o con cara de HAYQUE. Trato de imaginarme vascos jóvenes o niños vascos, pero tampoco me funciona porque un niño de doce años, si es vasco, tiene una edad muy superior a doce años.