AYER SE cumplió un año desde que cogí el coronavirus que todavía no he soltado. Vaya añito, dios mío. Lo peor no fue cuando la doctora me dijo que tenía una estupenda neumonía en el pulmón izquierdo, sino cuando me mandó al Hospital 12 de octubre por si me tenían que ingresar. ¿12 de octubre? ¿Me va a curar un hospital con nombre de genocidio? Mis peores temores enseguida se cumplieron: allí me dieron tres medicamentos que, solo dos semanas después, ya no se daban a ningún paciente, porque se demostró que no solo no ayudaban a curar la COVID, sino que aumentaban los efectos secundarios y en algunos casos la posibilidad de muerte.

No se atreven a poner nombres de minerales a las calles, nombres de pájaros a los hospitales, nombres de hongos, nombres de árboles, números, algo neutro, qué sé yo: en España hay que poner nombres de personalidades o de acontecimientos a todo lugar o edificio público, porque en España lo importante, tanto a derecha e izquierda, es que triunfe tu puto relato, es politizarlo todo e imponer tu subjetividad a los demás (igual de mal me parecería ponerle a un hospital el nombre de Durruti, Largo Caballero o 14 de abril). Cuarenta días después de salir, las médicas telefónicas aún alucinaban con la fiebre que no se me quitaba y me decían: "Es que la medicación que te dieron fue muy fuerte y en algunos pacientes deja muchos efectos secundarios". ¡Y tanto que deja efectos secundarios! ¡Como que todavía no se me han quitado!