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ENTRE LOS rebaños territoriales uno de los que menos rechazo me causa son los portugueses, no sé por qué. Hasta suelo mirar de vez en cuando pisos baratos en las afueras de Oporto o Lisboa, por si la decepción que siento por Madrid no me remite. Creo que me empezaron a caer bien por una monja que tenía en el colegio de Larrondo, la hermana Sagrario, que solía decir tres o cuatro veces cada año:
—Los ingleses miran por encima del hombro a los franceses; los franceses, a su vez, nos miran por encima del hombro a los españoles; los españoles, a su vez, miramos por encima del hombro a los portugueses, pero los portugueses, en cambio, no miran por encima del hombro a nadie, porque el continente se termina con ellos y no tienen nadie a la izquierda para despreciar.
¿Cómo?, me he preguntado años más tarde. ¿Un país que no puede despreciar a nadie, aunque sea por motivos geográficos? ¿Un país que no puede practicar lo que es la esencia de cualquier país, el desprecio o ignorancia o antagonismo hacia otros países? ¡Llevadme a ese lugar si es que existe, porque necesariamente debe ser una belleza de antilugar!